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La brújula de las carroñas ayudó al hijo a localizar a su padre muerto en Los Haitises


SABANA DE LA MAR. —
La planicie costera de Sabana de la Mar y el indómito ecosistema de la zona de amortiguamiento del Parque Nacional Los Haitises guardaban un secreto fúnebre.

Las autoridades se habían dado por vencidas, pero no un hijo que conocía la ciénaga como la palma de su mano.

La clave no estuvo en los exhaustos brigadistas, sino en las silenciosas y sombrías mauras o lauras, las aves de carroña que, encapotadas en el cielo, se convirtieron en la única brújula hacia el final de una angustiosa espera de 15 días.

El desaparecido era Fernando Bello Sánchez, conocido cariñosamente como Don Rafucho, un hombre de 84 años, enfermo de Alzheimer y con la vista escasa.

Su costumbre de visitar una parcela de su propiedad cerca de la ciénaga de Caño Hondo se había transformado en un calvario cuando, a principios del presente mes, la tierra se lo tragó.

La desaparición de Don Rafucho desató una intensa movilización. Bomberos, Defensa Civil, la Policía Nacional y la comunidad de Sabana de la Mar se integraron en una incesante búsqueda por los mogotes y manglares, días que resultaron ser infructuosos.

El inexorable tiempo jugaba en contra del anciano y a favor de la desesperanza.

Mientras las fuerzas de rescate cedían ante la adversidad del terreno, su hijo mayor, también llamado Fernando Bello Sánchez, se hizo una promesa inquebrantable: encontrar a su padre, vivo o muerto.

Trabajador en el Hotel Paraíso Caño Hondo, el joven Bello conocía esa geografía desde la infancia, cuando cazaba cangrejos en el lodo y raíces de los mangles rojos que abundan en esa cálcica zona.

«Me crié buscando cangrejo y yo conozco esta área. Me prometí encontrarlo», relató el hijo al comunicador Albert Jackson de Sabana de la Mar.

El vuelo bajo de las lauritas fue el indicador inesperado el día del hallazgo, cuando la jornada laboral de Fernando Bello en el hotel, una estructura recostada sobre las rocas de Caño Hondo, le ofreció una vista panorámica, un terrible presagio.

Desde uno de los hermosos balcones observó las aves de rapiña con un comportamiento anómalo.

No era un vuelo casual; eran las mauras volando «bien bajitas», un indicio inconfundible de que un banquete de carne muerta las atraía.

«Deja ir a buscar a mi padre, que en esa zona fue que dejó un pantalón», se dijo a sí mismo.

Su instinto, guiado por la macabra danza de las carroñas, lo llevó directo al punto. Se dirigió al área de los manglares y lo que encontró fue un golpe al alma.

«Dicho y hecho, ahí mismo estaba el cuerpo picado por las carrañosas aves.»

El cuerpo de Don Rafucho, en avanzado estado de descomposición, yacía donde las aves habían comenzado su labor.

El hijo, aunque casi desfallece, se animó para dar parte a las autoridades.

La escena era espeluznante; las mauras habían destrozado y engullido parte de la garganta, los ojos y la barriga.

Con una tristeza palpable, Fernando Bello Sánchez reconstruyó las últimas horas de su padre en aquel entorno.

Don Rafucho, atrapado por los estragos del Alzheimer, la ceguera parcial y sus 84 años, probablemente se desorientó.

Según la narración del hijo, el anciano debió quitarse el pantalón y adentrarse en los manglares, quedando atrapado.

«Con tristeza en el rostro, dijo que la edad y la enfermedad lo atraparon en los manglares, donde supone lo mató el hambre, la sed, los mosquitos.»

Don Rafucho, residente en el Proyecto Caño Hondo, una zona arrocera cercana, encontró su trágico final en el corazón de la naturaleza que tanto visitaba.

El hijo, que conoció el territorio desde niño, fue el único que logró vencer al tiempo y a la densidad del ecosistema, guiado por una señal que nadie más supo interpretar.

El hallazgo puso punto final al dolor de la incertidumbre, dejando tras de sí el amargo consuelo de saber dónde reposan los restos de Don Fernando Bello Sánchez.

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