Impacto global de la guerra energética entre Rusia y Ucrania
Santo Domingo.– La guerra entre Rusia y Ucrania ha entrado en una nueva fase en la que el control de la energía se ha convertido en el campo de batalla más decisivo. No solo se trata de una confrontación militar, sino de una guerra económica, tecnológica y diplomática que está definiendo el equilibrio mundial del poder.
Según un análisis publicado por *The New York Times* (Constant Méheut), las sanciones más recientes impuestas por el presidente Donald Trump han ampliado el conflicto energético a una escala global.
Al incluir en la lista negra a las compañías petroleras rusas Lukoil y Rosneft, Trump no solo busca debilitar la maquinaria bélica del Kremlin, sino también poner a prueba la dependencia de países como India y China del petróleo ruso.
Trump, fiel a su estilo de negociación dura, está utilizando las sanciones como una forma de "diplomacia energética de presión".
Su objetivo no es únicamente castigar a Moscú, sino también forzar un reajuste geopolítico en el que Estados Unidos recupere la influencia sobre el mercado mundial del petróleo y sobre las alianzas estratégicas que este financia.
Para Rusia, las medidas son un golpe severo. Su economía depende en más del 40 por ciento de los ingresos energéticos. La exclusión de sus principales petroleras del sistema financiero global amenaza con reducir su capacidad para sostener el esfuerzo bélico en Ucrania y pagar a sus soldados.
Aun así, el Kremlin insiste en que resistirá, confiando en sus ventas a Asia y en su alianza con Irán, China y Corea del Norte.
Ucrania
Por su parte, ha intensificado sus ataques con drones contra refinerías rusas, buscando que los efectos de la guerra lleguen directamente a la población civil y al consumo interno de Rusia.
Estos ataques, combinados con las sanciones de Washington, han dañado casi una quinta parte de la capacidad de refinación rusa, provocando escasez de gasolina y descontento social en varias regiones.
La respuesta de Moscú ha sido ampliar su ofensiva contra la infraestructura eléctrica y de gas ucraniana. El propósito: dejar al país sin energía durante el invierno y quebrar la moral de su población.
La estrategia recuerda los duros inviernos de la Segunda Guerra Mundial, donde la resistencia del pueblo determinaba la victoria más que las armas.
Mientras tanto, Europa observa con preocupación. Aunque apoya a Ucrania, su dependencia energética sigue siendo una vulnerabilidad. Alemania, Italia y otros países europeos aún enfrentan los costos de sustituir el gas ruso por fuentes más caras. Trump ha aprovechado este contexto para presionar a sus aliados europeos a aumentar el gasto en defensa y a depender más del gas estadounidense.
El conflicto, sin embargo, no se libra solo en los campos de Ucrania ni en las refinerías rusas. También se juega en los mercados, en los puertos del Golfo Pérsico, en las rutas del Ártico y en las sedes diplomáticas de Nueva Delhi, Pekín y Bruselas. La guerra energética ha rediseñado la economía política del siglo XXI.
A corto plazo, no se vislumbra una paz inmediata. Rusia difícilmente será derrotada militarmente, y Ucrania no cuenta con los recursos suficientes para revertir por sí sola la ocupación. Pero el frente energético podría marcar un punto de inflexión: las sanciones de Trump, si logran aislar a Moscú de sus compradores estratégicos, podrían forzar al Kremlin a aceptar negociaciones en 2026.
La historia enseña que toda guerra prolongada termina cuando el costo supera el beneficio. En este caso, la energía —más que las armas— parece destinada a decidir el desenlace.
Entre los apagones ucranianos y las refinerías rusas ardiendo, el mundo asiste a una nueva forma de conflicto global, donde el petróleo, el gas y la electricidad son las verdaderas trincheras del poder.




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